Lo que el ojo (del médico) no ve

Doctores y pacientes con VIH juegan en el mismo equipo, pero no terminan de entenderse. Una vez controlada la enfermedad, el desafío que tienen es aprender a compartir cuáles son los síntomas que más lesionan la calidad de vida, un punto donde no siempre se encuentran.

25 ABR 2022 – 17:08 CEST

A un lado de la mesa, el médico revisa satisfecho los resultados de los análisis: la carga viral está indetectable. “Tienes una analítica de diez”, felicita al paciente, y le emplaza a una nueva consulta en un año. Al otro lado de la mesa, el paciente con VIH acepta la palmadita y se plantea si tiene o no sentido comentarle una vez más que duerme mal, que está cansado, deprimido, con dolores musculares… Al fin y al cabo, si tiene una analítica de diez, cómo va a quejarse.

Situaciones como esta son habituales en las unidades de VIH. En torno a esa mesa que separa al médico y al paciente quedan flotando dudas, preguntas y quejas mal expresadas o ni siquiera dichas; como en el juego del teléfono escacharrado, la persona con VIH intenta transmitir unos síntomas cuya importancia su médico no alcanza a decodificar.

“Todos los estudios apuntan a que no se identifican bien algunas de las preocupaciones de los pacientes”, explica María José Fuster, directora ejecutiva de la Sociedad Española Interdisciplinar del Sida (Seisida) y autora principal del Estudio RET, en el que han participado 18 hospitales y ONG de toda España y en el que se ponen de manifiesto las discrepancias en torno a los síntomas percibidos por el paciente con VIH y por el profesional que le atiende. En este trabajo, cuyas principales conclusiones podemos ver en el siguiente gráfico, se subraya cómo “los pacientes reportan un número mucho mayor de síntomas molestos, sobre todo ansiedad, tristeza y fatiga, de lo que estimaron los médicos”.

Un repaso a la historia reciente del VIH puede darnos algunas claves de esta disparidad entre lo que perciben los pacientes y que les llega a los profesionales. Durante las dos primeras décadas de la pandemia de VIH, y ante una enfermedad desconocida y letal, la lucha de los médicos se centró en intentar salvar la vida de los pacientes, aun a costa de que sufrieran los efectos de unos tratamientos muy tóxicos.

Fueron años durísimos. Después, desde que en 1996 surgieran las primeras combinaciones de fármacos antirretrovirales de alta actividad, el éxito de los tratamientos comenzó a medirse por su capacidad para conseguir que el paciente alcanzara una carga viral indetectable. Y esto es algo que, en la actualidad, explica el doctor Adrià Curran, del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, “se consigue sin problemas con los tratamientos de los que disponemos. Nuestro objetivo es ahora más ambicioso: hay que pelear por la calidad de vida. Y, como no hay marcadores ni analíticas que puedan medirla, no nos queda más opción que preguntar al paciente”.

Lo fácil hoy, por tanto, es cronificar el VIH. Conseguir que una pastilla al día mantenga al virus bajo control, indetectable e intransmisible, es ya rutina, pero hay que ir más allá: el hecho de que los distintos tratamientos puedan ser igualmente eficaces en el control del virus no significa necesariamente que sean idénticos o que beneficien por igual a los pacientes. Más allá de la carga viral, hay otros problemas de salud, como el insomnio, la fatiga o la ansiedad, que pueden estar asociados al tratamiento antirretroviral. Y que, por tanto, se podrían corregir, o al menos paliar, cambiando la medicación.

“La medicación puede conllevar problemas cognitivos, de sueño, de memoria… Habría que preguntar al paciente por estas cuestiones que lesionan tanto su calidad de vida, pero eso es algo que se deja a criterio del profesional y de hasta dónde esté dispuesto a involucrarse”, corrobora el psicólogo Alberto Traviño. En su consulta, especializada en la atención a personas con VIH, se encuentra con “muchos pacientes que se quejan de que la visita dura medio minuto: ‘No me ha hecho ni caso, solo ha mirado las analíticas’, me dicen. Para ese tipo de médicos, solo importa la carga viral”.

Dolores e insomnio

Entre sus pacientes está María, de 43 años. Diagnosticada de VIH en 2003, comenzó su tratamiento antirretroviral en 2008. “El primer fármaco me sentó muy mal, entré casi en coma y tuvieron que retirármelo. En 2009 empecé con un segundo tratamiento. Pronto empecé a notar que me dolían muchísimo los huesos, y he estado así durante 11 años, yendo a mi visita anual sin que hicieran caso a mis dolores. Solo me miraban la carga viral y los linfocitos. Si eso estaba bien, ya no prestaban atención a nada más”.

Recuerda haberse quejado una y otra vez de esos dolores, “pero ni siquiera me mandaron una densitometría. Nadie se planteó que el problema podría estar en el tratamiento. Por fin, me vio un médico joven y me mandó al reumatólogo. Es ahora cuando se ha visto que tengo una artrosis degenerativa y me han cambiado la medicación”.

María, que lleva años con problemas de insomnio, está convencida de que lo suyo con los médicos ha sido “mala pata”. Pero tener una buena calidad de vida no es algo que se pueda dejar al albur de la buena o mala suerte. Hay que remangarse: “Estamos trabajando mucho en mejorar la comunicación entre los pacientes y los profesionales”, explica María José Fuster. “Para ello, hemos diseñado unos cuestionarios de autoevaluación, muy sencillos, que ayuden a cribar los problemas más prevalentes. Se trata de que lo puedan rellenar antes de la consulta, como una pequeña guía para exponer su situación”.

Un diálogo eficaz

Las estrategias para eliminar las interferencias en la línea entre médico y paciente con VIH, señalan los expertos, son de doble sentido. Por una parte, se trata de conseguir que el paciente transmita síntomas, preocupaciones y preferencias a su equipo médico: “Hay que ofrecerle herramientas que le ayuden a preparar su consulta y abordar, sin miedo ni vergüenza, aquellas cuestiones que le inquietan y que su médico debe conocer”, expone Fuster.

En este mismo sentido, Jordi Puig, enfermero de la Fundación Lucha Contra el Sida del Hospital Germans Trias i Pujol de Badalona (Barcelona), explica que parte del proceso de empoderamiento del paciente consiste en “aprender a mirarse, a conocerse, a preguntarse. No esperar de forma pasiva a la consulta médica, sino ser agente activo de su proceso de salud”.

Al mismo tiempo, también el médico ha de verse concernido. La idea de estos cuestionarios es que el profesional, ante un paciente con un buen control de la enfermedad, sea proactivo en la entrevista y pregunte por otros aspectos de salud como descanso, estado de ánimo, energía… Y que, al mismo tiempo, amplíe su formación en cómo los distintos tratamientos antirretrovirales pueden impactar en la calidad de vida del paciente.

Hay, además, que orientar a los médicos para que sepan cómo ofrecer derivaciones a ONG de la zona, a recursos asistenciales… “Pero todo pasa por hablar, por desarrollar la comunicación”, concluye Fuster. “A veces, los médicos nos dicen que no saben cómo ayudar a sus pacientes. Pues bien, solo con mirarles a los ojos y escucharles ya les están ayudando”.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio